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Relato de un colombiano sobreviviente del terremoto del Ecuador

Por Julio Enrique Cortés Monroy

juliaocortes@gmail.comDSC00512

Ese sábado 16 de abril, día del fatídico terremoto que sacudió con tanta fuerza Ecuador, había estado en las playas de Atacames, un pueblo en la Costa Pacífica de este país, en la provincia de Esmeraldas. Recuerdo que desde las 10:00 a.m. había salido a disfrutar del sol y el mar, al tiempo que iba vendiendo los aretes y manillas que traje desde Colombia con el fin de ayudarme en los gastos de mi viaje por el Ecuador. Almorcé casi a las seis de la tarde pues había desayunado casi al medio día. Tenía hambre y me devoré una sopa de pescado, camarones apanados con arroz, patacones y ensalada. Me tomé dos vasos de jugo y quedé satisfecho. Luego subí al segundo piso del hotel a ducharme, cambiarme de ropa y salir nuevamente en la noche a vender algo más, aprovechando que era sábado y había bastante movimiento por ahí.

Poco antes de las siete de la noche estaba hablando por celular con un primo y mi hermano, quienes me saludaron para preguntarme cómo me iba en el viaje. En ese momento estaba con otras tres personas en el balcón del Hotel Verónica, un hotel antiguo y sencillo, cuando sentí que tembló. Nos miramos a los ojos y dijimos al tiempo, “está temblando”. Sin embargo fue muy corto el temblor, así que ninguno le prestó mucha importancia. A los pocos minutos nuevamente empezó a temblar y bajamos corriendo las escaleras casi atropellándonos por el afán. Al salir a la calle el movimiento telúrico era impresionante. Se me movía el piso y las piernas me temblaban, la gente salió de todas partes desesperada gritando y corriendo como loca. Se fue la luz y a todos nos invadió el pánico. Yo miraba los cables y los postes con miedo de que se me fueran a venir encima y me electrocutaran o que una edificación cayera sobre mí.

De un momento a otro todo se tornó caótico, confuso. La gente corría sin saber para dónde, se escuchaban gritos y llantos de madres y niños buscándose; las motos pitaban y pasaban a toda velocidad. La Policía intentaba sin mucho éxito mantener la situación bajo control y yo hacía un gran esfuerzo por no perder la calma, pero era imposible mantenerme sereno. No paraba de temblar y yo sin saber qué hacer, preguntaba a la multitud desesperada hacia dónde coger. En ese momento, en medio del bullicio y el desconcierto escuché que algunas personas decían “pa’ la loma”. Yo no conocía Atacames ni su entorno, así que preguntaba afanosamente por el camino para escapar a la loma. En medio de la oscuridad vi gente corriendo que daba guía de la ruta hacia la tal loma. Recuerdo que el tráfico se volvió una locura y pese a todo logré treparme de una moto taxi que se ofreció a llevarnos hacia una parte alta y retirada de la playa. El conductor arrancó a toda velocidad. Éramos unas siete personas en esa moto taxi.

Finalmente llegamos a una loma en donde aparecía toda la gente que había huido del peligro. A pesar de la oscuridad y del pánico nos fuimos reuniendo muchas personas que habíamos salido espantadas por el temblor. Ya estando en la loma la sensación era de un poco más de tranquilidad. Intenté comunicarme con familiares en Bogotá y con mi amigo Duván que vive en Tulcán, quien ha estado muy pendiente de mí viaje. Les alcancé a enviar algunos mensajes contándoles de la situación pero pronto se me descargó el celular y DSC00525perdí el contacto. Todo el mundo intentaba comunicarse con sus seres queridos, lo cual se volvió más difícil porque colapsó la telefonía celular y no salían llamadas, solo mensajes por WhatsApp.

Algunas personas que estaban a mi lado lloraban y a mí todavía me temblaban las piernas. Resultamos juntándonos todos aunque no nos conociéramos. Un señor ecuatoriano que había huido en su carro nos transmitía noticias gracias a un contacto en Bogotá que escuchaba Caracol y le enviaba los audios por WhatsApp. El panorama era aterrador. Habíamos vivido un temblor de 7.8 grados en la escala Richter con epicentro en Manabí, relativamente cerca de Atacames, en donde nos encontrábamos. También se decía por los medios de comunicación que había alerta de tsunami. Todo daba para pensar lo peor y la pesadilla parecía hasta ahora comenzar.

En medio de la oscuridad, por la falta de energía, poco a poco nos fuimos relacionando entre los que estábamos en ese punto de la carretera en la loma de Atacames. Resulté conversando con otros colombianos, tres paisas de Medellín y un caleño. Igualmente estaba una venezolana. Los demás eran ecuatorianos y turistas de otras partes. Los paisas en medio del terror echaron chistes y comentarios jocosos de la situación. Uno de ellos, muy gordo, decía que nunca había corrido así en su vida, que casi le da un paro cardiaco. Entre todos los que estábamos reunidos fue surgiendo de manera espontánea una conversación cálida, una especie de exorcismo que alivió la trágica situación.

La gente inquieta seguía enviando mensajes a sus familiares a través de sus celulares. Después de un tiempo logré poner a cargar mi celular en el carro de alguien que me hizo el favor. Me llegaron ahí mismo mensajes de mi novia y de mi gran amigo Duván desde Tulcán, cerca de la frontera con Colombia. Me contó que allá se había sentido el temblor y que incluso hasta en el sur occidente de Colombia. Me informó lo que estaba transmitiendo CNN acerca del fuerte temblor y le conté rápidamente como estaba Atacames. También le pedí que por favor avisara a mis familiares que me encontraba a salvo. En todo caso me comuniqué al rato con mi madre y le dije que estaba bien en una carretera en la loma, esperando que las cosas se apaciguaran. Ella por fortuna estaba como tranquila pues seguramente no había imaginado la dimensión del desastre natural.

Seguimos escuchando los reportes de las noticias que el ecuatoriano nos compartía de los audios que su amiga le enviaba. Persistía la posibilidad de tsunami y eso nos aterraba, por eso desde la colina mirábamos con atención hacia el mar. El pueblo seguía a oscuras. Nadie se atrevía a bajar a los hoteles ni a las casas del pueblo ante el miedo a una nueva réplica. Todo el mundo especulaba cosas, pero lo cierto es que ante la magnitud de lo ocurrido, cualquier cosa era posible de esperar.

Pasaban los minutos y se apoderó de nosotros la desesperación, la angustia y la incertidumbre. En un momento me dio náusea y sed. Pedí agua y una señora que estaba sentada con un niño en las piernas me brindó un vaso de gaseosa que tenía. Me lo tomé con gusto y al preguntarle cómo se encontraba entró en llanto al decirme que se le había caído la casa y que un muro por poco se la cae encima a su pequeño niño. Además estaba desesperada pues no sabía dónde andaba su esposo que bebía desde temprano y no aparecía por ningún lado. Me sentí impotente, le di un abrazo y le dije que lo sentía mucho pero que lo importante era estar vivos, pues lo material se recupera.

Cada cosa que estaba viviendo me parecía una pesadilla. Pronto fueron llegando las noticias de la destrucción en la provincia de Manabí. Se decía que en Pedernales había sido el epicentro y que había quedado prácticamente destruido, que Manta también estaba muy afectada, que en Portoviejo habían muchas víctimas, se decía que en general la situación era crítica en la costa pacífica del Ecuador. Yo viajaba al otro día en la mañana para Pedernales, así que me había salvado por un pelo de estar en aquél pueblo que quedó en escombros y con tantos muertos. Mi amigo Duván habló con una tía que vive en ese pueblo y ya todo estaba cuadrado para que me recibieran y alojaran en su casa por unos días. Yo había programado en mi viaje por la ruta del sol, que después de Atacames llegaría a Pedernales.

Las baterías de los celulares se fueron descargando poco a poco y el hecho de quedar incomunicados nos generó mayor preocupación. También vino con el paso de las horas el hambre, la sed, el cansancio y la zozobra de qué hacer. Finalmente después de la media noche la gente descendió de la loma. Varios nos resistimos a bajar y preferimos esperar otro rato en la carretera. Al rato empezó a lloviznar y eso espantó a muchos, así que pocos quedamos donde estábamos. Desde arriba mirábamos la sombra del mar, atentos a cualquier cosa extraña que se manifestara. Por fin llegó la luz en una parte de Atacames y eso nos dio algo de esperanza. En ese momento cada quien cogió camino a su hospedaje.

Cuando bajé al pueblo con el último grupo vi que casi todo el mundo había huido, Atacames parecía un pueblo fantasma. En el hotel donde me estaba hospedando no abrió nadie. Una persona que estaba al frente me dijo que todo el mundo se había ido, incluyendo a los dueños. Mi equipaje estaba encerrado dentro del hotel, milagrosamente éste no se derrumbó. Unos transeúntes comentaban que tres hoteles del sector se habían caído casi por completo. En ese momento vi que alguien estaba vendiendo comida en un puesto improvisado al frente del hotel, así que me acerqué para comer y coger fuerzas porque la noche pronosticaba ser larga y dura. No pude casi saborear la comida, solo se hablaba del terremoto. Todos coincidimos en que jamás habías vivido algo así.

De repente llegaron los dueños del hotel, los vi muy nerviosos y afanados, me explicaron que todos los huéspedes se habían ido y que solo habían ido por mí y para sacar unas cosas. Ellos tienen casa en la parte alta de Atacames y se iban a pasar el resto de la noche allá. Dijeron por último que no dejaban con pasador la puerta principal y que nos veíamos temprano en la mañana. Yo no atinaba a decir nada, no lograba entender lo que estaba ocurriendo, solo me sudaban las manos e imploraba a la madre tierra que no me fuera tragar esa noche. Algo dentro de mí decía que ese no podía ser mi final. Para ese momento ya eran casi las dos de la mañana y todo me parecía insólito, tenebroso.

Quedarme solo en un hotel a cien metros de la playa me resultaba miedoso. Sabía que no entraría al hotel y que tampoco pegaría el ojo un segundo en lo que quedaba de la madrugada. Los dueños del hotel sacaron sus cositas, revisaron las paredes y estructura del edificio de tres pisos y se fueron corriendo. Yo miraba para lado y lado de la calle y solo habían unas 10 personas, y eso porque al lado del hotel hay una licorera y a pesar del terremoto, o por eso mismo, no faltaron los borrachos bebiendo en el andén. En la licorera se habían caído al piso unas estanterías y había varios daños. Los que atienden estaban consternados y alistaban todo para irse. Los borrachos en cambio parecían tranquilos. Yo me decía a mí mismo en silencio que seguramente cuando uno está ebrio no se pone tan miedoso ni ansioso, hasta lo tomara con gracia…

DSC00547Como si fuera poco, estando frente al hotel, se vino súbitamente un aguacero y me invadió otra vez una horrible sensación de miedo, impotencia y abandono. A esto se sumó un nuevo temblor a eso de las 2: 15 am. Esta otra réplica me dejó perplejo y con los nervios de punta. En silencio, solo y desconsolado, volví a encomendarme a Dios para que me sacara de ese infierno. Confieso que me refugié en la divinidad al sentirme tan desprotegido y aterrorizado. Me preguntaba si este sería el fin del mundo. En un momento que escampó subí a la habitación del hotel y me puse un pantalón y una camisa manga larga pues me dio algo de frío. Recuerdo que hasta cambiarme de ropa fue complicado, se me enredó todo, las manos no me respondían, tenía un miedo paralizante.

El caso es que como pude empaqué mi equipaje para estar listo en cualquier momento y poder escapar de Atacames. Efectivamente, de manera milagrosa, casi a las tres de la mañana apareció de repente un bus que recogía unas personas y sin dudarlo le pregunté al ayudante de la flota que para dónde iba. Me respondió que hacia Quito. Bajé mi equipaje a toda velocidad del hotel y me subí al bus sintiendo que por fin había llegado cierto alivio. Ya eran las tres de la mañana, y saber que por fin dejaba Atacames, me tranquilizaba. Solamente esperaba que no temblara más y que no hubiera derrumbes en la carretera. Me empezó a doblegar el sueño y por ratos descansaba.

Después de un viaje extenuante de diez horas llegué a Quito. Aún no podía creer lo que había pasado y que me encontrara a salvo. Estando en Quito busqué refugio en un hotel del centro histórico. En la sala del Grand Hotel, a donde llegué a hospedarme, estaba el televisor encendido y vi en los noticieros los primeros reportes y las imágenes del desastre. Nuevamente recordé que yo viajaba al otro día a Pedernales y me parecía increíble estar vivo al observar tantas casas, edificios, hoteles, centros comerciales y carreteras destruidas. Las cifras de muertos y heridos confirmaban que Ecuador había sufrido el peor desastre natural de los últimos setenta años.

En Quito volvió a temblar al día siguiente. Me desperté a las tres de la mañana nervioso creyendo que era impresión mía pues había quedado bastante sugestionado y con miedo. Sin embargo resultó ser cierto lo que sentí. Mi novia me llamó preocupada muy temprano en la mañana, pues había escuchado en las noticias de una nueva réplica de 6.4 grados. Parecía que me persiguiera la furia de la naturaleza y que aún no había logrado liberarme de la pesadilla. Me sentí extraño de estar viviendo todo esto, como si estuviera en el lugar equivocado. Toda esa semana hubo réplicas en Ecuador. En las calles y en los medios solo se ha hablado del terremoto, de que la tierra estaba manifestándose y que nos pide cambios a la humanidad.

También se presentaron calamidades naturales en otras naciones haciendo evidente los llamados a la reflexión frente al planeta, a tomar en serio el cuidado del medio ambiente. Todo esto ha hecho que me invada cierta sensación apocalíptica y de rabia por tanta barbarie que el ser humano y este sistema voraz capitalista le ocasionan al mundo entero. La tristeza se propagó en el Ecuador. Cada minuto aparecían más víctimas. Un amigo bogotano que también estuvo recientemente en Ecuador me contó que un amigo suyo que le había dado alojamiento y comida en Manta perdió su niña en el terremoto. Sin duda el dolor había trascendido fronteras. Esta experiencia será inolvidable para miles de personas. Ha sido un fuerte golpe para esta nación. Estando en Quito estuve acompañando varias jornadas de homenajes a las víctimas y presenciando los múltiples actos de solidaridad de ayuda humanitaria para los damnificados.

Ante lo sucedido me han surgido varias preguntas cabalísticas. ¿Por qué justo cuando visito este país y en especial la costa pacífica ocurre semejante tragedia? Lo cierto es que más allá de las preguntas y respuestas ante cosas que resultan inexplicables, lo cierto es que me he sentido afortunado de estar vivo y he vivido cada día con más gratitud. Por último pienso que ahora debe seguir primando la fraternidad y la ayuda humanitaria para sacar adelante al país. El balance ha dejado alrededor de unos 655 muertos, 3.500 heridos y 75 desaparecidos. Este es un momento difícil para el Ecuador, ya que a la crisis económica de los últimos dos años, ahora se suman las secuelas que deja la devastación. No puedo dejar de concluir que a partir de este suceso, más que nunca es necesario que se afiancen los lazos de cooperación internacional y que se siga fortaleciendo la organización de la sociedad civil para que renazca la fuerza y la esperanza de un pueblo valiente y digno como el ecuatoriano.

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