Audiencia Pública sobre la Ley de Tercios

La Audiencia Pública sobre la Ley de Tercios para medios comunitarios, alternativos y emisoras comunitarias, realizada el 13 de noviembre en el Salón Boyacá, dejó una verdad incómoda flotando en el aire: en Colombia, la democracia se llena la boca hablando de participación, pero en la práctica sigue dándole la espalda a quienes la sostienen todos los días desde los territorios.


Mientras el senador ponente Robert Daza y la representante a la cámara Tamara Argote, defendían con claridad la urgencia de una redistribución justa del espectro y del reconocimiento de la comunicación popular, algunas intervenciones de funcionarios del propio Gobierno evidenciaron un problema aún más profundo: hay sectores del Estado que no entienden —ni les interesa entender— cómo funcionan los medios comunitarios y alternativos. Se acercan a ellos con desconocimiento, con prejuicios, y en ocasiones con la arrogancia del centralismo que decide desde Bogotá lo que debe pasar en Guapi, en Ciudad Bolívar o en la Serranía del Perijá.
Ese desconocimiento no es inocente: favorece a los mismos de siempre. Fortalece un sistema mediático concentrado en conglomerados comerciales que controlan la agenda pública, mientras las voces comunitarias continúan luchando por licencias, recursos, conectividad y condiciones básicas para existir. Es un modelo que reproduce desigualdad estructural y que, de paso, debilita la democracia territorial.
La Ley de Tercios no es solo un proyecto técnico: es un reto político. Significa quitarle poder a quienes históricamente han monopolizado la palabra pública y devolvérselo a quienes la han usado para defender ríos, veredas, barrios, liderazgos y luchas sociales. Significa reconocer que sin medios populares no hay vigilancia ciudadana real, no hay narrativas propias, no hay identidad local, no hay protección de la vida comunitaria.


Lo que vimos en el Salón Boyacá fue la radiografía de un país partido en dos: de un lado, comunidades organizadas, emisoras, medios de comunicación, colectivos y redes de comunicación que han sostenido, incluso en medio de la violencia, el derecho a informar y participar; del otro, instituciones que todavía operan con la lógica de que la comunicación comunitaria es un adorno, un favor o una carga.


El senador Robert Daza lo dijo con contundencia: sin redistribución del espectro no habrá democratización real. Y tiene razón. Pero esa redistribución debe ir acompañada de otro cambio igual de profundo: un Estado que deje de mirar por encima del hombro a los medios populares y empiece a verlos como lo que son: actores políticos del territorio, garantes del diálogo social y pilares de la democracia participativa.


La comunicación comunitaria no pide caridad. Exige derechos. Y la Ley de Tercios es el primer paso —tímido, si se quiere— hacia una reparación histórica. El Gobierno nacional tiene la obligación política y ética de escuchar a quienes llevan décadas sosteniendo la palabra pública desde abajo. De lo contrario, la promesa de una Colombia más democrática quedará atrapada entre discursos progresistas y prácticas profundamente centralistas.

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